200 años de movilidad
David Gómez Murillo gomez.murillo.david@gmail.com | Miércoles 15 septiembre, 2021
Hace 200 años, la novel Costa Rica era una nación de calles de tierra. Unas cuantas vías tenían el lujo de ser empedradas, y prácticamente se encontraban solo en el Valle Central. Los desplazamientos en aquel momento eran mayoritariamente a pie y circunscritos a los poblados. Quienes podían pagarlas, tenían mulas, y la gente realmente adinerada tenía caballos. Era muy difícil desplazarse entre pueblos, con viajes que duraban horas dentro del Valle Central y días desde fuera de él, en trochas que quebraban las ruedas de las carretas. Basta con decir que Guanacaste, a punto de anexarse, tenía aún más comunicación con Nicaragua que con la capital.
En 1907 llegó a Costa Rica el primer carro, y la historia comenzó a cambiar. Como en casi todos los países del mundo, esta revolucionaria máquina irrumpió con la promesa de acortar distancias y hacer los viajes más rápidos, cómodos y seguros. Los carros estaban principalmente concentrados en la ciudad de San José y, ante su creciente popularidad, rápidamente hubo que normar su uso mediante un reglamento de circulación promulgado en 1910 que, entre otras cosas, establecía un límite general de velocidad de 15 km/h dentro de los linderos de la ciudad; una velocidad compatible con los peatones, las bestias y las carretas que dominaban el espacio público en aquel momento. El carro era conveniente, pero no por eso ocuparía un lugar prioritario... aún.
Ya para 1930 el país veía un incremento sostenido en las importaciones de carros, y poco a poco los automotores comenzaron a moldear las ciudades y a definir el modelo de desarrollo urbano que a la postre daría como resultado las ciudades horizontales, dispersas y desconectadas que conocemos hoy. Por otra parte, la primera ley de tránsito (1926) introdujo por primera vez la segregación espacial entre peatones y conductores, con lo cual comenzó a materializarse la marginación de los primeros para favorecer a los segundos.
Para entonces Estados Unidos había dado inicio al desarrollo de sus autopistas de forma trepidante. Esta tendencia no tardó en llegar a nuestro país, con el inicio de la construcción de la sección local de la carretera Panamericana, en 1942. Tras un impasse entre la década de 1980 e inicios del presente siglo, el desarrollo vial para vehículos motorizados ha retomado fuerza para concluir viejos proyectos, ampliar otros y empezar algunos nuevos. Así, en unas cuantas décadas hemos sido testigos de la entronización del carro como monarca del espacio público y objeto de prácticamente toda la inversión en infraestructura.
Sin embargo, a mediados del siglo XX, y mientras el mundo se enamoraba del carro, varios académicos comenzaron a cuestionar si un futuro sobre cuatro ruedas realmente iba a ser tan grandioso. Así, en la década de 1960 importantes pensadores como el matemático alemán Dietrich Braess y el economista estadounidense Anthony Downs desarrollaron teorías que explican cómo la expansión de las redes viales es incapaz de reducir la congestión vehicular (Paradoja de Braess), y cómo resulta imposible aliviar las presas sin hacer los viajes en transporte público más rápidos que los viajes en carro (Paradoja de Downs-Thomson).
Estas paradojas han servido como fundamento teórico para que naciones como Dinamarca, Países Bajos y Suecia hayan desistido de ampliar incesantemente sus redes viales y, en su lugar, hayan apostado por hacer de la movilidad no motorizada y el transporte público opciones verdaderamente competitivas con respecto a los viajes en carro, a un costo económico, social y ambiental significativamente menor. El éxito de este abordaje de movilidad sostenible, con cinco décadas de experiencia acumulada, es indiscutible.
Pero no solo países y ciudades europeas son líderes en la materia. Medellín, en Colombia, sigue dando de qué hablar con su visión de transformación social a través de la movilidad urbana y Curitiba, en Brasil, revolucionó el transporte público a nivel mundial con su sistema rápido de buses (BRT, por sus siglas en inglés), puesto en operación en 1974.
Por eso es preocupante ver cómo, a pesar de que la evidencia es tan abundante como contundente, Costa Rica y muchas otras naciones aún no han sido capaces de replantear su modelo de movilidad, como sí lo han hecho países como Gales, que recientemente detuvo la expansión de su red vial en procura de establecer un sistema de movilidad más sostenible. En un contexto de emergencia climática, decisiones drásticas como esta resultan aún más trascendentales.
Uno de los principales retos para la movilidad sostenible en nuestro país es que tenemos una inmensa dificultad para clasificar nuestras vías de acuerdo con su función. Los caminos de tierra que hace 200 años conectaban pueblos han sido pavimentados y ensanchados de forma iterativa hasta convertirse en autopistas que atraviesan ciudades y pueblos. Estas vías tratan de cumplir simultáneamente, y sin éxito, dos funciones: dar acceso directo a destinos como comercio y vivienda, y facilitar el flujo entre centros urbanos distantes. Estas funciones son incompatibles porque el acceso requiere bajas velocidades, bajo volumen vehicular y prioridad peatonal y ciclista, mientras que el flujo requiere mayores velocidades, mayor capacidad vial y la ausencia de interrupciones.
Para muestra, un botón: la ciudad de Cartago tiene cinco avenidas transversales en su centro urbano, y las cinco están clasificadas como rutas primarias de la red vial nacional o calles de travesía, es decir, son vías para flujo; a pesar de que por ellas transitan y cruzan miles de personas a pie y en bicicleta todos los días. Claramente estas vías han cumplido una función de acceso a comercio y vivienda incluso desde mucho antes de la independencia de Costa Rica, pero ahora también cumplen una función de flujo para conductores, y esta duplicidad funcional las ha hecho hostiles y peligrosas para sus usuarios originales.
En ese sentido, proyectos viales como la Circunvalación alrededor de la ciudad de San José tienen el potencial de revertir el pernicioso fenómeno de la duplicidad funcional. Las vías periféricas a los centros urbanos tienen una función clara de flujo, ya que permiten canalizar el tráfico de travesía, evitando que las calles y avenidas del corazón de una ciudad se inunden de conductores cuyo origen o destino están fuera de él.
Pero esta dinámica solo se puede materializar haciendo que el viaje en carro por el anillo circunvalar sea más rápido y conveniente que el viaje a través de la ciudad, y eso se logra dándole capacidad y fluidez a la vía circunvalar, al tiempo que se elimina sistemáticamente la función de flujo de las calles y avenidas de la ciudad para que recuperen su función de acceso, con aceras amplias, infraestructura ciclista generosa, cruces frecuentes y prioritarios, y un diseño vial que intencionalmente haga incómodo y lento pasar por ellas en carro. Así, dentro de la ciudad tendremos únicamente a los conductores cuyo viaje inicia o termina en ella.
Lo anterior, aunado a un sistema de transporte público moderno, eficiente y conveniente, y un proceso de renovación urbana socialmente justa y ambientalmente sostenible, nos deparará las ciudades que cada día más personas anhelamos tener y que, no casualmente, nos remiten a las imágenes de las ciudades que teníamos hace 200 años.
Y es que, si bien es innegable que hace 200 años teníamos grandes retos de movilidad, algo era cierto: mulas, caballos, carretas y peatones se movían en el mismo espacio, casi a la misma velocidad y en igualdad de condiciones. No había aceras marginales, angostas y destruidas a la par de amplias carreteras con superficies recarpeteadas cada dos años. No había semáforos con 20 segundos para cruzar a pie y 200 segundos para cruzar en carro. No había paradas de bus a las que madres con niños en brazos debieran llegar saltando barandas metálicas y corriendo despavoridas para evitar ser atropelladas por conductores a 100 km/h. Hace 200 años cualquiera de esas imágenes, que hoy son cotidianas y están normalizadas, hubiera generado el rechazo inmediato y unánime de la población.
Cabe entonces la pregunta: ¿estamos listos para aplicar las lecciones que nos han dejado 200 años de movilidad?
David Gómez Murillo
Consultor en movilidad sostenible