Gobernar mirándose el ombligo
La función de un gobernante bien interpretada es un apostolado, es desprenderse de las vanidades y concentrarse en los demás
Claudio Alpízar redaccion@larepublica.net | Jueves 03 abril, 2014

Alguna vez Winston Churchill afirmó que: “el problema de nuestra época consiste en que sus hombres no quieren ser útiles sino importantes”, frase que se mantiene vigente. También aseguró que un gobernante que no puede soportar la impopularidad por sus decisiones no merece serlo.
La principal función de un —o una— gobernante es generar confianza y esto se logra tomando decisiones oportunas. Las decisiones deben llevar a la acción, no son discursos ni poses que justifiquen en el día a día el por qué no se ven las obras. Justificaciones hay muchas: falta de comunicación, ingobernabilidad, falta de sentido de urgencia, precampañas políticas, la existencia de otros que no dejan gobernar, eventualidades climáticas, problemas heredados, crisis mundial, etc. Todas comunes como justificantes de la falta de capacidades.
Dichosamente los ciudadanos indignados no escuchan ni se detienen a analizarlas, pues saben que son parte de los “adornos” que caracterizan a los incompetentes.
En campaña electoral los que proponen sus nombres sustentan sus discursos en la agenda que les definen los medios de comunicación —por los flashes— que normalmente son los temas que los ciudadanos priorizan y sobre los cuales exigen soluciones prontas y cumplidas.
Las encuestas de opinión hacen lo propio cuando evidencian los grandes temas. Los pseudopolíticos interesados más en la popularidad que en su solución hacen grandes elocuciones sobre las soluciones. En muchos casos sin comprenderlos y a sabiendas de sus incapacidades, con la sola idea de hacer “cantos de sirena”.
Inclusive son tan atrevidos que se presentan como expertos temáticos, pero de inmediato en el ejercicio de la función pública quedan al desnudo por su incompetencia; sobre todo al momento de trasladar esas propuestas a una agenda institucional, en la cual cada actor del sector público debe ejecutar y cumplir las metas trazadas para solucionar.
Un líder se reconoce de inmediato, no requiere de un año, ni de dos o tres, para ser evidenciado como tal, su característica principal es que es ecléctico, además de moderado, conciliador y conocedor de los problemas.
Al oír a los diferentes actores sociales tiene la capacidad de ser sintético y de tomar decisiones que se ajusten a las prioridades de la sociedad.
No se puede gobernar ni administrar un país mirándose el ombligo, complaciéndose en mirarse a sí mismo, pues de inmediato se corre el riesgo de caer en la autocomplacencia y el egocentrismo. De ser así, se termina mirando a las espaldas, cuando lo que urge es mirar a nuestro alrededor.
La función de un gobernante —bien interpretada— es un apostolado, es desprenderse de las vanidades y concentrarse en los demás, es saber realmente qué es lo importante y concentrarse en ello, es ocuparse a cabalidad de la función encomendada.
Las intenciones que mueven a un “apóstol” político son muy diferentes de las que mueven a un demagogo, el primero triunfa porque conoce y amarra las premisas de su victoria, mientras el demagogo fracasa pues tan solo sabe improvisar y buscar culpables.
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