Crimen organizado
| Jueves 09 julio, 2009
Crimen organizado
La nueva ley contra el crimen organizado no me emociona especialmente.
Amargas experiencias nos han dejado esas leyes que, forzadas por el clamor popular, se aprueban casuísticamente, a veces con agilidad casi sospechosa, justificándolas en magníficas intenciones que, desgraciadamente, no cuajan de su texto y terminan empedrando el camino al infierno.
Cierto esto en temas baladíes, peor lo será frente al crimen organizado. Este no es obra de un grupo de raterillos de barriada. Su cúpula —aunque disimulada— incluye a personas importantes, bien relacionadas, contribuyentes generosos de obras de bien social —campañas políticas incluidas— y que ejercen poder e influencia gracias a una certeramente enhebrada red, con asesores y agentes que dan la cara y saben halagar… o coaccionar.
No son aprendices de empresario avasallando a comentaristas de espectáculos para que les hagan nombre. Son señores que pueden influir en contrataciones, en nombramientos, en líneas informativas. Personalidades cuya generosidad sabe compensar y disimular la poca antigüedad de sus capitales… si es que estos fueren poco antiguos.
Entonces, promulgada la ley, ya el crimen organizado —y el desorganizado, también— habrá abierto decenas de portillos y habrá fortalecido sus empeños en convencer o vencer a autoridades y personalidades, con estrategias inteligentísimas en las que han caído hasta organizaciones espirituales cuyo desprendimiento terrenal habría anunciado mejor suerte.
La cosa promete aún menos si hablamos del crimen más organizado y poderoso: el comercio de drogas ilegales. Negocio imposible de vencer.
Algún ingenuo escribió que el poco éxito nacional en el tema era obra de la falta de aparataje militar. Pero Colombia tiene un ejército poderoso y Estados Unidos cree tener el mejor ejército del mundo, sin que hayan podido vencer el problema. Hacen operativos, capturas, persecuciones. Pero la droga sigue, feliz, saliendo de Colombia y entrando a Estados Unidos. Las autoridades ganan algunas pocas batallas. Pero el grueso las ganan los malos, definiendo claramente la suerte de la guerra.
Hace como 30 años coincidí con doña Elizabeth Odio en que la única forma de vencer aquel negocio era legalizarlo. Convertido en actividad comercial competitiva, se acabarían las pingües ganancias y su absoluta capacidad de corromper. Igual habrá drogadictos, pero ya no será tan buen negocio estimularlos. La experiencia de la prohibición alcohólica estadounidense debería enseñarnos. Mas, aun hoy, cómodamente mojigata, la gran masa se asusta ante la idea.
No todo es negro. Si Estados Unidos no logra combatirlo, el trasiego de droga en sumergibles “desechables”, hoy con autonomía para ir directamente de Colombia a América del Norte, pareciera posible que se generalice y nos salve del dudoso honor de ser puente. Pero si esto llega a cumplirse, no será obra de la ley sino, quizá, de esa Virgencita de Los Angeles que nos ha convertido en el país más feliz del mundo.
*Abogado y notario
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