Felicidad: ¿objeto de consumo?
Larissa Arroyo larissa@acceder.cr | Miércoles 27 marzo, 2019
“¿Han sido felices al punto de que sienten que les estalla el pecho de la emoción y que, si en ese momento murieran, tendrían la sensación de que su vida valió la pena?”
Ese fue el inicio del artículo que redactaba la semana pasada. Lo había titulado “Felicidad”, pero por esas casualidades de la vida me encontré con este otro artículo: “Llega la ‘happycracia’ o la obligación de ser feliz” y decidí entonces cambiar de ángulo.
“La felicidad se ha convertido en una obsesión y en un regalo envenenado.”
La sociedad nos pide que estemos siempre al máximo, estar “high” de felicidad todo el tiempo, como si fuera una droga, pero ¿qué es felicidad si no son momentos finitos? Celebrar una buena nota en un examen que nos daba miedo, celebrar el cumpleaños de alguien a quien amamos, retomar el contacto con una amiga con la que nos habíamos enojado hacía años, tomarse el tiempo de ir al restaurante favorito. Momentos finitos, porque estar feliz todo el tiempo no parece posible ni verdadero.
Perdida” Grabado en metal de Andrea Bravo
Parece que debemos atesorar la felicidad al igual que los bienes y servicios que consumimos y además debemos hacerla pública, desde los “stories” en Instagram acerca de cuánto y con quién nos divertimos o las actualizaciones que le damos de nuestra vida a la gente que tenemos tiempo sin ver. Este imperativo de la felicidad pareciera que nos hizo perder el derecho de estar tristes o confundidas. Es tal el deber ser de la felicidad hegemónica, que nos recetan libros de autoayuda con fórmulas mágicas de cómo alcanzar el éxito y la felicidad e incluso nos medican para que nos podamos sentir felices. He sido feliz y trabajo constantemente para construir mi felicidad, pero pensarme feliz todo el tiempo me parece imposible, sin al final insensibilizarme. ¿No deberíamos aprender, más bien, a hacer del dolor un insumo para la construcción del buen vivir?
Consistentemente, el neoliberalismo nos hace creer que debemos acumular la felicidad, pero esta no es un bien que se atesora. La vida es un proceso continuo que requiere entender la complejidad del ser humano, pero también de la sociedad. ¿Somos culpables por no estar felices o no lograr ser felices? ¿Depende la felicidad siempre de una? ¿Podemos o debemos olvidar las desigualdades sociales como una barrera para que las personas persigan su proyecto de vida? ¿Por qué nos hacen creer que es del sacrificio y abnegación que nace la felicidad?
Discutir sobre el derecho a la felicidad implica también discutir sobre la responsabilidad individual para erradicar desde lo colectivo las desigualdades. Tal vez entonces no soy solo responsable de mi felicidad, sino también de, al menos, contribuir con la de otras personas.
No cuestiono el hecho de que somos responsables de nuestra vida y de nuestra propia felicidad, pero parece que permanentemente de ese mandato de felicidad se escapa la urgencia de nuestro compromiso y acción como sociedad para construir un mundo mejor, un mundo en el que todas las personas tengamos acceso a todos nuestros derechos, todos los días, y acercarnos a lo que para cada quien es felicidad.
Con todo esto no niego que haya momentos de felicidad plena, en los que no hay cuestionamientos y simplemente el resto del mundo desaparece, pero ¿es posible estar así todo el tiempo? ¿Vale la pena? ¿Cómo construimos la felicidad? ¿La construimos? ¿Simplemente aparece?
Estoy convencida de que el valor de la tristeza radica precisamente en que alguna vez fuimos felices y queremos volver a serlo. La melancolía y la nostalgia no son un estado de felicidad y no por eso dejan de ser positivas e incluso, algunas veces, hasta placenteras.
“La espera” (2012) Cromoxilografía de Veronica Navarro
Entonces les reitero la pregunta que hacía al inicio:
¿Han sido felices al punto de que sientan que les estalla el pecho de la emoción y que, si en ese momento murieran, tendrían la sensación de que su vida valió la pena?
Hay pocos momentos en los que una se siente real y absolutamente feliz. Para mí, el primer recuerdo de felicidad plena y absoluta fue el de mi cumpleaños número 5. El amor y los regalos que recibí me hicieron sentir absolutamente dichosa. Lazos en el pelo, un tutú y un leotardo palo rosa, en el Parque Hundido, lustre de queque en toda la barbilla y abrazada por el amor de mi madre. Chocolates por doquier y los juguetes más desquiciados que ni siquiera había llegado a soñar.
El segundo recuerdo es de la primera vez que tuve sexo. La alegría no desapareció por días. Sentía que todo el mundo sabría qué había hecho por la cara de felicidad y la sonrisa que tenía, pero sobre todo porque sentía que irradiaba literalmente luz de mi cara. Creo que nunca más me sentí conectada con alguien como ese día. Comimos pizza y, desde entonces, cada vez que como pizza pienso en sexo y en felicidad que hace desaparecer el universo.
La tercera vez que sentí ese asomo de felicidad plena fue en mi primer viaje a Nueva York. Me tocaba ya regresar, pero no quería regresar, en realidad. Estaba enamorada de la ciudad y de un hombre que, después de casi una década de creer que no podía volver a ocurrir, me hacía creer en la posibilidad de casarme por amor, ese amor romántico y fuera de control. Fue la última vez que sentí eso.
La última vez que el cuerpo me podía apenas sostener de la emoción de la felicidad fue cuando llegué a Gruyères (Suiza). Había dudado de si era una buena decisión ir porque no tenía mucha plata. Mi hermana me convenció diciéndome que ya estaba en Suiza y que no sabía si regresaría algún día. Esa fue la primera vez que estuve en un lugar con el que había soñado durante décadas, pero jamás había pensado llegar. Me hizo sentir que el corazón me explotaba. Me sentía libre, pero al mismo tiempo conectada a ese lugar, sin querer nunca irme. Ahí un artista que me encanta desde que yo era una adolescente compró un castillo que convirtió en un museo de su arte. Lo irónico es que el museo en sí fue decepcionante, pero no hubo momento en que no sintiera que estaba flotando.
No creo que sea casualidad que todos esos momentos fueran de “primeras” veces, pero la vida no puede componerse toda de primeras veces. Las segundas, terceras y hasta últimas veces también tienen un valor indescriptible porque son también las piezas que construyen nuestra vida en toda su complejidad, como únicas e irrepetibles.
Esta reflexión me llevó a pensar cómo debería organizar mi vida, porque cuando esté cerca de la muerte quiero recordar todos esos momentos y, aunque tenga pleno convencimiento de que no hay nada más después de este plano terrenal, ni siquiera un retorno, mi vida, esa vida llena de diversidad de momentos finitos, habrá valido la pena. Mi pena, y también mi alegría.