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Dialéctica

¡Inseguridad ciudadana... pero mucho más!

Juan Manuel Villasuso jmvilla@racsa.co.cr | Viernes 07 diciembre, 2007


La inseguridad ciudadana, según revelan las encuestas, es la principal inquietud de los costarricenses. Más que la inflación, las drogas o la pobreza, a los ciudadanos les preocupan la falta de seguridad y la violencia que se manifiesta en la vida cotidiana.

El Informe Nacional de Desarrollo Humano elaborado por el PNUD en el año 2005 titulado “Venciendo el Temor’ señala que solamente un 25,1% de la población costarricense vive con tranquilidad; el 36,5% se considera “nervioso”, el 28,5% “asustado”, y el 9,8% estima encontrarse en un “estado de sitio”.

Los datos del XIII Informe del Estado de la Nación muestran que el índice de homicidios por cada 100 mil habitantes pasó de 4,6 en 1990 a 7,8 en 2006. En ese mismo periodo la tasa anual de delitos contra la propiedad tuvo un crecimiento cercano al 130%.

No es necesario explicar lo que significa inseguridad. No se trata de un concepto abstracto. En las conversaciones las personas emiten un juicio de realidad, hacen un diagnóstico de la ausencia de seguridad en las prácticas diarias, buscando síntomas, causas y explicaciones.

Pero también expresan un sustrato emotivo. El temor, la angustia, el miedo y la intranquilidad reflejan un profundo sentimiento de desprotección. Remite al delito y al delincuente, que ocupa un lugar central en la amenaza y se asocia con la agresión física.

Sin embargo, el peligro frente a la delincuencia es al mismo tiempo evidente y difuso. Evidente porque las estadísticas muestran que la criminalidad aumenta y que el número de robos, asaltos y homicidios se ha incrementado en los últimos tiempos. Difuso porque se percibe en cualquier lugar y circunstancia. Esto genera tensión, ansiedad, sospecha y desconfianza.

Cuando el delito y el delincuente están en todas partes, la acción preventiva aparece carente de sentido. Nada sirve. No hay rejas, ni puertas, ni alarmas que ofrezcan amparo. La policía nunca está presente o llega demasiado tarde, las investigaciones no avanzan, los procedimientos judiciales son eternos e ineficientes, no se sanciona al victimario... y las cárceles son escuelas para instruir a los transgresores. Las víctimas están desprotegidas.

Lo más grave es que esta sensación de desprotección también apunta en otra dirección: la percepción de que estamos solos frente al infortunio y solo se puede confiar en uno mismo. El discurso sobre la delincuencia, aun cuando tiene fundamentos concretos, es sobre todo una imagen catalizadora de los vínculos sociales. La inseguridad ciudadana es también una metáfora para expresar una sensación imprecisa que aún no encuentra un lenguaje para ser codificada, pero que evidencia una gran soledad.

Esa orfandad se pone de manifiesto en la relación con “el Otro”, con el vecino, con el compañero de trabajo, con el que comparte el asiento del autobús o el que está en la misma fila para entrar al cine. Es un Otro que genera sospecha y desconfianza. Es un desconocido que puede ser peligroso. El paradigma de la alteridad se deteriora. No me interesa conocer “al Otro” porque es el que me amenaza.

¿Cómo, entonces, crear ciudadanía? ¿Cómo construir solidaridad? Cuando el Yo se queda solo porque el Nosotros se minimiza y el Otro se convierte en el enemigo, ¿es viable la convivencia? ¿Es posible que una sociedad, un pueblo, o un país edifiquen su futuro basado en el individualismo y la desconfianza entre los habitantes? Grandes interrogantes que penetran hasta las entrañas mismas de nuestro ser como nación.

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