Maternidades deseadas
De cómo me convertí en Tía Chu gracias a la maternidad deseada de mi hermana
Larissa Arroyo larissa@acceder.cr | Jueves 15 agosto, 2019
Un día, en la boda de unas amigas, mi hermana me llamó; me dijo que estaba embarazada y que eran gemelos.
Como toda hermana menor, siempre me hacía bromas, así que no le creí y en medio de la fiesta ni le quise poner atención al chiste que me estaba haciendo; le dije que me pasara a mi madre.
Cuando le pregunté a ella, confiando en que era alguien que pocas veces en su vida me había mentido, con solemnidad y miedo, me respondió que era cierto, que tenían el examen en la mano.
La podía escuchar aterrada y enojada del susto. Le pedí que me pasara a mi hermana de nuevo, y le pregunté con toda franqueza, qué cómo se sentía y qué era lo que quería hacer con ese diagnóstico. Ella me contestó que quería tenerlos, sonó convencida de su respuesta.
Desde ese momento, mi hermana convirtió su cotidianidad en un espacio de acciones para garantizar la sobrevivencia de quienes serían, en un futuro, mis sobrinos.
Mi madre estaba casi convencida de que perdería a su hija a costa de unos nietos que tal vez ni siquiera existirían.
Fue un embarazo muy duro y riesgoso, vomitó todos los días, parecía que estaba a punto de morir todos los días también.
Su vida se paralizó, sus estudios se suspendieron.
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Mi madre, que trabajaba en ese momento, estaba pendiente constantemente de ella y no había momento libre que no le dedicara a mi hermana, para comprarle desde comida específica hasta hacer las labores domésticas que ya mi hermana no podía realizar.
Como los embriones eran aún una promesa de vida, mi hermana no quiso un baby shower, porque decía que la celebración había que hacerla después de que nacieran; el terror de ilusionarse y perderlos se había convertido en una tortura.
Teníamos, también, ratos hermosos. Cuando mi hermana no se sentía tan mal, yo podía llegar y conversar acerca del desarrollo de los embriones, que, eventualmente se convirtieron en fetos, a quienes ella nunca les quiso poner nombre público antes de que nacieran, por más que sí hubiera escogido como se llamarían.
Para mí, lo más divertido era cuando yo jugaba con ellos; para ese momento, la panza de mi hermana parecía, no menos, que de ciencia ficción. Ellos reaccionaban de manera evidente a mi voz estridente y muchas veces, terminaba regañándome porque era como si se despertaran para jugar conmigo y luego no la dejaban descansar a ella, una vez que yo me iba.
El lazo emocional entre ellos, mi hermana, mi madre y yo, no apareció con el resultado del examen de embarazo; fue progresivo. Poco sabía yo, que el amor y el miedo se iban a mezclar, cuando fui a conocerlos.
La violencia obstétrica que ella vivió, tanto en el sector privado como en el público, nunca la denunció, porque una mujer no tiene tiempo de denunciar cuando tiene que velar por gemelos recién nacidos.
Todo fue algo para lo cual, ni yo especialista en derechos reproductivos, estaba preparada emocionalmente. Mi hermana me advirtió contundentemente: “Usted no haga nada, no proteste, no denuncie. Esta es la vida de mis hijos y la mía”. Yo sabía que tenía razón y obedecí.
No quería, pero tenía que respetar su derecho a decidir. Yo sólo podía estar ahí para potenciar sus decisiones, y fue así como, nunca en la vida, me abstuve de protestar y me mordí la lengua hasta sangrar.
Cada vez que hablamos, mi hermana me insiste en que le hubiera gustado denunciar, que tal vez sí debió dejarme a mí tomar acción pero que al mismo tiempo, recuerda cómo se sentía de desprotegida y se perdona a sí misma.
Ese embarazo implicó cambios radicales para mi hermana que se tornaron en impedimentos para continuar con su plan de vida de manera irrevocable. Ella voluntariamente y con plena conciencia, después de un largo examen, decidió que eso era lo que quería. Todo salió bien entre las torpezas de las tres. Así, sin saber muy bien cómo, me convertí en la Tía Chu.
La maternidad que derivó de ese embarazo ha sido una lección no sólo para ella sino para toda la familia. Yo entendí que si quería seguir adelante con mi carrera como abogada y con mi compromiso en el activismo, una maternidad como la de mi hermana me lo haría imposible.
Amo ser la Tía Chu, y así he escogido permanecer a pesar de que desde que era niña, asumí que me convertiría en madre como destino inevitable y eso me haría feliz. Mi madre comprendió que para ella, ante un embarazo de alto riesgo, su prioridad era su hija aún por encima de quienes serían sus nietos y quienes por quienes ahora se desvive. Para mi hermana, fue comprobar, en carne propia, la importancia de reconocer el derecho a decidir de las mujeres.
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Para las tres, la lección fue que la maternidad es algo maravilloso cuando es deseado, cuando se escoge con plena conciencia y voluntad, que hace que las mujeres y sus familias vuelvan sus vidas al revés, que florezca un amor profundo y una inmensa satisfacción acompañada de sacrificios cotidianos y cambios masivos en todos los aspectos de nuestra existencia.
Considerando que, según el Tercer estado de los Derechos Humanos de las Mujeres, el porcentaje de deseo del último embarazo entre mujeres de 15 a 49 años, con al menos un embarazo registrado en 2010, es de 53 % para "Sí quería", de 12.6 % para "Quería esperar" y de 34.4 % para "No quería". Esto se complica en el 2015: de 50.2 % para "Sí quería", de 13.7 % "Quería esperar" y de 36.1 % para "No quería". Por otra parte, el mismo informe reporta que la mitad de las mujeres con 2 o menos hijos y/o hijas quería el último embarazo, y esto disminuye entre las mujeres que tenían más de 3 hijos y/o hijas.
La vida de nuestra pequeña familia gira, cada día, alrededor de la decisión de mi hermana. Mis sobrinos determinan la vida familiar, nuestras vacaciones, nuestros recursos y hasta nuestra energía, alegrías y tristezas. Los amamos como jamás creíamos que se podía. No es poca cosa para que como Estado y como sociedad, no tomemos todas las medidas necesarias para asegurarle a toda mujer que su maternidad sea deseada y que ninguna sufra jamás de violencia obstétrica.