Murió, resucitó y nos enseñó a sufrir y amar
Miguel Angel Rodríguez marodrige@gmail.com | Lunes 22 abril, 2019

Estamos en los ocho días que la liturgia católica dedica cada año a la contemplación del triunfo de Jesús sobre el pecado y la muerte. Ante la grandiosidad no describible de esta ocasión, me atrevo a solicitar de mis lectores –a pesar de mis grandes limitaciones- que me acompañen en unos minutos de reflexión.
En Semana Santa revivimos la epopeya de amor de Jesús histórico: "Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos" (Juan 15:12,13)
La Pasión de Jesús en Jerusalén hace casi 21 siglos es mucho más que un único evento en tiempo y lugar. Es la manifestación eterna, permanente, sin sujeción espacial ni temporal, del amor de Dios por sus criaturas, a quienes desde siempre desea salvar del pecado del mundo.
El Capuchino Richard Rohr a quien sigo en estas líneas, nos describe ese pecado del mundo como la innata tendencia de cada uno de nosotros a descargar nuestra culpa en algo o en alguien, y de hacer recaer –consciente o inconscientemente- sobre esa ficticia causa de nuestro pecado (el chivo expiatorio), la crueldad de nuestra violencia.
Para exponernos y liberarnos de ese pecado, Jesús –el único inocente- asume los pecados de todos, y sin protestas se somete a la cruel e ignominiosa muerte de cruz.
Lo hace no para apaciguar al Padre que desde siempre nos ama, con nuestras culpas y debilidades. Lo hace para que Dios nos hable a nosotros con tal fuerza que podamos asumir nuestras flaquezas, nuestras culpas, nuestro pecado, y así podamos abrir el corazón al inconmensurable amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Si nos abrimos, aceptamos la voluntad de Dios y recibimos ese infinito amor, podremos amar a Dios y a nuestros semejantes, a pesar de nuestra pequeñez.
El Padre Rohr nos dice: “De esta manera el mal se puede transformar en bien. Jesús en su pasión nos dice: Yo voy a tomar lo peor y convertirlo en lo mejor, tú ya no serás victimizado, destruido, ni estarás indefenso. Te estoy dando a ti la victoria sobre la muerte”
La Divina Trinidad con la pasión, muerte y resurrección de Jesús, desde siempre transforma el sufrimiento humano, asumiéndolo a plenitud, solidarizándose con nosotros y dándonos su poderoso apoyo.
La cruz para muchos místicos cristianos es la libérrima revelación del infinito amor de Dios por nosotros, sus criaturas. Es una forma dramática de Dios para revelarnos Su amor, y así sacudir nuestra mente y nuestro corazón y convertirnos al amor y la confianza en el Señor.
Con su resurrección Cristo nos resucita y nos libera del interminable rito de proyectar nuestro pecado y nuestra pena en los demás.
Richard Rohr nos enseña: “Esta es la plenitud de la vida resucitada, la única manera de ser feliz, libre, amante y por consiguiente salvado. Jesús nos dice: Si yo puedo confiar en ustedes, Uds. también pueden confiar”… “Los cristianos estamos llamados a ser la visión de la misericordia de Dios en la Tierra…”
Con la Resurrección, la historia, la creación, la vida de cada uno adquieren un propósito y dejan de ser accidentes inconexos. El Resucitado nos demuestra que el amor es más fuerte que la muerte y que muriendo a nosotros mismos, vivimos.
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