Solo para mujeres: vicisitudes y relatos menopáusicos
Marilyn Batista Márquez mbatista@batistacom.com | Viernes 15 septiembre, 2023
Después de una hora de conversación en Giacomin de Escazú, con varias estimables amigas (mayores de 50 años) estoy convencida que las mujeres nos preocupamos y ocupamos por situaciones “que le pelan” a cualquier hombre. Definitivamente somos diferentes, indistintamente de los reclamos y apelaciones-justos e imperativos- de igualdad de género, oportunidades y respeto a nuestros derechos humanos.
Resulta que a “esta edad” ya no hablamos de hijos, maridos, amantes o del trabajo, asesorías y viajes, sino de los cambios paulatinos de nuestros cuerpos, nuevos hábitos y preocupaciones vergonzosas. A continuación, las temáticas y breve descripción de testimonios anónimos de mujeres mayores de 50 años (¡buen título para un libro!):
Caída del cabello: la abundancia cabelluda comienza a desaparecer y la otrora “melena” se convierte en escuálidos pelos con canas tornasoles, entre blancas, grises y amarillas. Este es el momento en que todas compartimos la pócima milagrosa de las abuelas y otras víctimas de la edad, para que nos crezca nuevamente el cabello. Romero, cebolla morada, canela, clavos de olor y un poco de aceite de coco es la receta básica, pero aún con toda esta amalgama gourmet en nuestra cabeza, el pelo continúa en descenso poblacional.
Ronquidos: Dígame, qué hombre no ronca después de cierta edad, y nada pasa. Pues cuando las féminas roncamos, la situación se convierte en un acontecimiento catastrófico. Los hijos nos hacen “bullying”, los esposos y “amiguitis” lo comentan a toda la familia y conocidos en el vecindario. Los nietos esperan la etapa del sueño NREM para grabarnos con el celular y así resguardar la evidencia del “derrumbe de imagen”. Algunas de nosotras hemos comprado almohadas especiales, otra consultamos al otorrinolaringólogo, quien nos recomendó “operación del galillo”, y otra comenzó su tratamiento de rayos láser para “disminuir los ronquidos a través del tensado producido por la contracción del colágeno en el tejido de la mucosa oral, inducido por láser”.
Flatulencias: Una compañera nos contó su humillación pública y notoria, cuando en una mesa concurrida de amigos y amigas, alargó su mano para alcanzar un cubierto y ¡puf!, se le salió un gas. También en las noches los escapes de gas son frecuentes e imparables para varias de nosotras. ¡Qué nos queda!, pues ir al médico “con el rabo entre las patas y las orejas caídas”, para solicitarle encarecidamente que elimine de nuestra existencia este mal ordinario e insolente. Mientras tanto, a nuestros compañeros de vida, no le importa emitir una retahíla de flatulencias sin sentir un ápice de vergüenza o incomodidad.
Intolerancia: nunca, pero nunca nosotras (las reunidas en esa mesa de “la verdad testimonial”) habíamos sido intolerantes a la lactosa o al gluten, y ahora la mayoría sí lo somos. Entonces, las peticiones gastronómicas se basan en: “que no tenga lactosa” y que sea “gluten free”, lo cual nos obliga a alejarnos de ciertos espacios populares, en donde el arroz con leche y el pan de maíz tiene el sabor de antaño, rebosado de azúcar, harina…y ¡leche!
Calores: Unos minutos con calor y otros con frío, así de simple es la descripción de este detestable síntoma de menopausia. Es que ese calor es una posesión diabólica, es como estar en un reiterado -aunque breve- infierno lleno de llamas. ¡Dios mío!, si es que nos vemos con el maquillaje derretido, cabello húmedo, amontonado en una cola improvisada. Andamos con toallitas para secar el sudor de la frente, el cuello y el ¡incipiente bigote que está creciendo!, porque tenemos un disturbio hormonal. También llevamos chancletas para que se ventilen los pies, porque el calor es de arriba hacia abajo. Ahora nos convertimos en las damas de los abanicos de mano y el aire acondicionado en la habitación y el auto. Hasta cuando pedimos un Uber, le enviamos el mensaje al conductor: “por favor, ponga el aire acondicionado”.
Tacón alto: recordamos, añoramos y quisiéramos usar zapatos con tacones “stilettos”, pero no sabemos por qué (el ortopeda tendrá la respuesta, pero no la queremos oír) es tan doloroso usarlos. Una amiga retó su fuerza de voluntad y umbral del dolor al intentar domesticar los bellos tacones altos y delgados color fucsia. Se atrevió caminar por la vereda del Rin, para llegar a un restaurante tomada de la mano de su guapo compañero. El trayecto era como de un kilómetro y medio. Cuenta ella que, a los 600 metros, se desprendió una tapita del tacón y el dedo gordo del pie derecho parecía un tomate cherry. Caminaba media renca. A los 800 metros el otro dedo gordo y el talón estaban entumecidos; el borde de la uña del dedo pequeño sangraba. La tapita del otro tacón se desprendió y el sonido de “clak, clak, clak” parecía un concierto de castañuelas. Aceptó su derrota provocada por el intenso dolor. Se quitó los zapatos y entró con ellos en la mano y descalza al mesón. A otras nos pasó algo parecido, pero en San José centro y Multiplaza, y con el marido o la hija susurrando “pa´que te los pusiste”.
Estas son algunas infidencias de mujeres empoderadas, libres, felices (de más de 50 años) que se ríen de sus vicisitudes y relatos menopáusicos, siempre concluyendo el anecdotario con las preguntas retóricas ¿Y por qué a los hombres no les da vergüenza? ¿Y por qué a ellos no le pasa esto?
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