Uber: ¿debe ser regulado?
Luis Ortiz lortiz@blplegal.com | Viernes 13 julio, 2018
Durante los últimos años del Siglo XIX, se dio en Francia la famosa querelle du gaz et de l´électricité. En aquel tiempo, los municipios tenían contratado el alumbrado por gas, pero se inventó la electricidad, y mientras las ciudades y sus habitantes querían utilizar esta última tecnología para iluminar sus calles, los concesionarios del alumbrado por gas alegaban que ese derecho les correspondía en exclusiva. Posteriormente, vendría el conflicto de los tranvías con los trolebuses, y de éstos últimos con los autobuses; unos y otros alegaban también que era su derecho exclusivo ocupar las calles para transportar a las personas. Hoy, en pleno Siglo XXI, aún nos debatimos si los taxistas tienen un derecho exclusivo a transportar a las personas, aún y cuando el desarrollo tecnológico ha permitido descubrir una mejor herramienta para satisfacer esa necesidad.
Ante este escenario: ¿qué debemos hacer los costarricenses? ¿Sostener que UBER está prohibido porque no está regulado, regularlo de igual manera a los taxis, no regularlo, o bien, aplicarle un instrumento regulatorio correspondiente con sus particularidades?
Veamos, ¿cuáles han sido las razones que tradicionalmente se han sostenido para regular a los taxis, para luego determinar si siguen estando justificadas en la actualidad? En primer lugar, se ha dicho que generan contaminación ambiental y congestionan el tráfico. Segundo, que al tener las “placas” un considerable valor para sus titulares (por su limitación en número), ello facilita el cumplimiento de la normativa reguladora del sector, toda vez que sus titulares tienen mucho que perder si la autoridad competente se las quita. Pero, además, que al limitarse el número de placas, ello le asegura a sus titulares rentas monopólicas, de manera que se reducen sus incentivos para rebajar la calidad del servicio (race to the bottom). En tercer lugar, se ha sostenido que los requisitos y controles son para eliminar las asimetrías de información entre los taxistas y los usuarios, pues hasta que no finalice un viaje, los usuarios no pueden conocer la honestidad del taxista, su destreza al volante, la seguridad, comodidad e higiene del vehículo, la ruta más corta para llegar al destino, etc. Y, en cuarto lugar, se ha mantenido la posición de que las tarifas deben ser reguladas, puesto que, si el precio de las carreras fuera libre, usuarios y taxistas tendrían que incurrir en costos excesivos para negociarlo, además de que los taxistas podrían abusar de la posición dominante en la que les coloca la restricción artificial del número de “placas”, mediante la fijación de precios excesivos.
No obstante, con la aparición de las plataformas de tecnologías disruptivas y economía colaborativa en el sector del transporte de personas, se ha alterado sustancialmente la realidad que se tuvo en cuenta al configurar y establecer su marco regulatorio, lo que evidentemente debe tener consecuencias en el plano jurídico. En efecto, actualmente Internet hace posible conectar entre sí a miles de personas interesadas en ofrecer o recibir servicios de transporte, el GPS permite localizar a las personas que demandan u ofertan dichos servicios, los teléfonos inteligentes permiten solicitar dichos servicios en cualquier momento y lugar y, además, las plataformas de pago eliminan las incomodidades y los riesgos que tanto para conductores como pasajeros engendran los pagos en efectivo.
Por su parte, las asimetrías informativas han sido reducidas e incluso eliminadas mediante la información que los pasajeros y conductores se intercambian a través de plataformas digitales, que es, por demás, mucho más completa, fiable y veraz que la información que se produce en el procedimiento administrativo requerido para otorgar una “placa”, que consiste básicamente en llenar “papeles” y que un funcionario público los revise desde un escritorio, una vez y nunca más. Antes bien, con la interacción entre “pares” que se da en la utilización de estas plataformas, se genera todo un banco de datos que le permite, tanto a éstas, como a los conductores y pasajeros, forjarse una buena o mala reputación.
En cuanto a la restricción del número de placas y la disminución de la polución ambiental y la congestión del tráfico, lo cierto es que, si se quieren lograr ambos objetivos, lo que habría que hacer es reducir el número total de vehículos que circulan por nuestras ciudades y no sólo de taxis o vehículos de transporte en general. Es más, dicha limitación resulta hoy contraproducente, pues al existir una oferta artificialmente limitada, se hace necesario que más y más costarricenses se transporten en sus vehículos privados, agravándose así la polución y la congestión vial.
Tampoco la fijación de precios parece hoy justificable. Para empezar, porque impide que los prestatarios del servicio compitan entre sí por ofertar mejores precios, lo que perjudica a los consumidores. Además, porque la rigidez de los precios establecidos por la Administración hace que éstos no puedan reflejar en cada momento las variaciones de la oferta y la demanda, lo que provoca, por ejemplo, que en determinadas horas del día en las que la demanda resulta especialmente elevada, la oferta sea insuficiente, pues los precios no son lo bastante altos como para atraer a más conductores y, viceversa, en los momentos en los que la oferta es débil, no hay posibilidad de incrementarla haciendo bajar los precios. Finalmente, las plataformas como las empleadas por UBER reducen hasta la insignificancia práctica los costos de transacción que antes se esgrimían para la fijación imperativa de tarifas, pues ya no es necesario que el pasajero se pare en una esquina durante horas a esperar que pase un taxi y luego otro para negociar un precio, sino que éste ya viene predeterminado por la misma plataforma, de manera que basta apretar un botón para acordar en cosa y precio.
A la vista de lo que viene señalado, parece evidente que las regulaciones tradicionales del taxi han devenido irracionales y desproporcionadas. Viene a bien, por tanto, hacerse la siguiente pregunta: ¿debe regularse UBER? Y si debe regularse: ¿cuál es la regulación adecuada? Para responder a esta pregunta lo primero es contextualizar la naturaleza jurídica de la actividad, pues dependiendo de ello la regulación será más o menos intensa. La mayoría de las manifestaciones de las tecnologías disruptivas y economía colaborativa como UBER no encajan en los conceptos y supuestos de hecho fijados por la normativa preexistente, pensada para realidades sociales distintas. Suelen estar a horcajadas entre dos o más categorías jurídicas tradicionales. Constituyen así, una mixtura de fenómenos que antes resultaba relativamente fácil identificar, pero que ahora han sido totalmente trastocados.
Bajo esa premisa, entonces, es preciso comprender que estamos frente al ejercicio de derechos fundamentales - específicamente los derechos fundamentales de iniciativa privada y elección de los consumidores, por medio del derecho humano a la Internet - razón por la cual su interpretación debe ser siempre conforme con los principios pro homine y pro libertatis. En consecuencia, debe optarse por aquella técnica interventora que suponga la menor restricción de la libertad, en el entendido que esta es la regla, y la limitación, en cambio, la excepción.
Por tanto, si hemos de regular a UBER, no caigamos en el error de tratarlo como a un taxi, sino como lo que es, un cambio de paradigma, en el que una plataforma sustituye, en mucho, lo que hasta ahora solamente el Estado podía hacer: regular (se) como comunidad, incluso con mucho mayor eficiencia y eficacia, y, sobre todo, mayor protección al consumidor, que es al fin lo más importante en la ecuación. Si como decía Toynbee, “la historia marcha hacia adelante, pero con retrocesos que son purificaciones de aspectos malos o negativos que impiden seguir progresando”, aprovechemos esta coyuntura para derribar los mitos de las regulaciones tradicionales del taxi para poder seguir progresando.
Luis Ortiz
Socio de BLP
Experto en Regulación Económica
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